martes, 19 de junio de 2007

INSTANTE

Las 4:00 de la mañana, eso susurra el débil pulso del reloj despertador que habita y expira junto a mí, hace dos años que ella lo puso allí, en el tocador del lado izquierdo de la cama. Me fugo un instante, permeando los murmullos y las luces que me alertaron. Estoy sentado en el borde de la cama con las manos apoyadas en su madera caoba, quizás producto del mal sueño que me venia aquejando, comprendí. Al instante quise desechar la veracidad de lo ocurrido, “solo es mi imaginación” dije con acento grave y elocuente para que escuchasen los seres espectrales colgados en las paredes de la habitación, como si ellos lo refutarán. El cuarto está oscuro, apenas puedo divisar mis pensamientos y una pregunta llega desterrando las dilaciones y los entretejidos cuadros de mi memoria, ¿Qué ocurrió ayer? Esculcaba en mi telaraña interior; la noche era tétrica como la habitación; así como los cuadros de la sala, la penumbra me mostraba imágenes, sí imágenes confusas, perturbadoras, almidonadas con la paciencia de una lavandera. Pequeños bocetos desdibuja mi cerebro; recuerdo que en la mañana me dirigí sin rumbo por las calles del centro; Tuluá parecía un poco sombría, los pájaros trinaban, aprecié que iba a llover, la calle estaba agitada, la gente agudizaba sus pasos, vi como algunos iban a llegar tarde al trabajo quizá no como de costumbre; “como de costumbre”, replique en un pensamiento leve, ligero, eso me recordó que por primera vez en diez años con la empresa había faltado. Es que en este país, si uno no trabaja bien al decir bien me refiero a camellar sin descanso, vacaciones o festivos: es decir como mula… bueno y eso a quien le importa, a mi jefe seguro que no, si me llega a escuchar a lo mejor me pone esa carita que le plantó su mujer la vez que lo pillo con la secre en las piernas ahhhh tiempos aquellos… irrumpieron de nuevo la cosecha errante de ideas; surgieron al ver unas carnes desproporcionadas que se paseaban por mí aterrorizado rostro, era su madre Doña Rosita como cariñosamente la llamábamos Juliana y yo, no supe que hacer y en un acto reflejo me escondí tras un periódico, lo traía entre mis manos ensangrentadas, me sonroje, me invadió un terror, como cuando era un niño y pensaba que debajo de mi cama se escondía el “!sombrerón”, así le llamaba mi madre al duende, ella me obligaba a dormir con aquel espanto que, como en este instante, me secuestra el alma. “Ya pasó la vieja”, le aclare a los estremecidos y aletargados sentidos. ¡Ah Doña Rosita! Como me hubiese gustado decirle que las empanaditas de ayer estuvieron de rechupete, que el cafecito no se parecía en nada a la pasilla a la que estaba acostumbrado, pero permanecí lo suficientemente estupefacto para articular palabra alguna, solo podía sentir la sangre fría que me recorría el vientre, las entrañas al ver esas imágenes, cuadros imborrables de memoria súbita, de memoria palpitante. Cosas así te voltean el mundo en un instante, solo abres y cierras los ojos, ya todo esta consumado. Ahora recuerdo que, después de haber amanecido con una fría esposa en una cama de motel y con su amante destrozado en la tina de baño, un poco ensangrentado luego de haber peleado a puñetazo limpio, me dirijo cruzando la ciudad hacia el apartamento que compramos Juliana y yo hace dos años al terminar la luna de miel. Llego, me ducho sereno sin remordimientos, como en un letargo prolongado por los años de mentirme a mí mismo; de evadir las realidades; de ser un autómata del tiempo. Y desfilo tranquilo como en cualquier domingo, viendo la tele, bebiendo cerveza… la embriaguez me tumbó, amarga somnolencia, ahora no puedo dormir porque me invaden los recuerdos de una feliz vida de pareja, la boda, los amigos, la familia y las cosas que planee para el futuro… De nuevo escucho los murmullos que esta vez se van convirtiendo en voces palpables y las luces matizan su azul y rojo susurrándome al oído un par de sirenas. Las cortinas de este cuarto ya no dejarán pasar sus traslúcidos rayos de sol para este hombre sentado aquí en el borde de color caoba apretando la condena entre sus manos y viendo la hora exacta en la que sus verdugos decidieran entrar.

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